miércoles, 21 de noviembre de 2007

Los desiertos

Ha vuelto el calor. Hoy uso las primeras sandalias de esta temporada otoño/invierno en cristiano, primavera/verano en austral. Hecha esta aportación, no pienso hablar más del clima, porque en verdad hablar del clima es hablar de nada, es rellenar huecos que en el mejor de los casos tienen por intención las ganas de romper un silencio incómodo y, quizá, llegar a una conversación más profunda o que interese de verdad. A nadie le interesa el clima.

Sus efectos, sin embargo, a unos cuantos me creo que les importa. No os asustéis, que aunque aún me mueva en esta línea de estrecha corrección política, no voy a discurrir sobre el frondoso sendero de la ecología ni sobre el cuidado de los desiertos y su importancia en el ecosistema. Nos estamos conociendo, ¿no? Sin duda mis convenciones sociales y el peso de mi educación, en un momento dado, pueden producir en mí este tipo de conductas ‘bienquedas’ pero no hasta este nivel de perogrulladas. Qué bonito y qué bueno es ser ecologista, el mensaje es cristalino. A ver quién es el guapo que no está de acuerdo. ¡Lo está hasta el Papa! Aquí tampoco hay mucho más que añadir.

Este calor lo que hace es recordarme que ayer Eseque le dijo a Esaque que está cansado de los desiertos. No fue nada romántico. Se lo dijo por Messenger en un momento de cabreo, no con ella, con otros. A Esaque le gustó la expresión. En el contexto de la conversación no tuvo problema en entender el significado que tenía para él aunque sospechaba que aplicado a ella tenía otro. De pronto se vio a sí misma, pequeña desde el bautismo, en medio de un desierto inmenso. Le hizo gracia haber usado tantas veces la expresión “estar amurallado”. Las barreras le hacen gracia ahora. Todos saben que las muros, al fin y al cabo, están para superarse, romperse, saltarse, derrumbarse y lo que quieras o consigas. ¿Pero el desierto? El desierto sí que da pánico. El desierto es el Iron Man de las pruebas de resistencia de la vida. Cuando sientes que ni palante ni patrás, ni parriba siquiera.

Hace años hice un viaje de México a Madrid. Los que me conocen por dentro, saben que, sorprendida, aterricé en el desierto. Yo sabía que esos lugares existían porque me habían hablado de ellos, los había visto en algunas revistas e incluso había leído que forman un porcentaje considerable de la superficie terrestre y que se expanden y se encogen según el clima. Todo eso sabía, ya ves, ilusa de mí, no sabía nada.

Los desiertos no son como los agujeros o los pozos, que tocas fondo y listo. Qué va. A los desiertos te llevan de madrugada, medio inconsciente, en dromedario. Cuando, sin venir a cuento, se juntan estas hambres de exotismo con las comidas de tarro a destiempo: bienvenido al desierto.

En el desierto todos sabemos que no hay caminos, ninguno está trazado. Si acaso hay huellas y, con suerte, espejismos que mientras duran y no te das cuenta puede que estén bien (no seas mentiroso, si te das cuenta no es lo mismo, es como continuar un sueño cuando ya eres consciente aunque sigas con los ojos cerrados).

A veces lo de no tener caminos en la vida nos parece fascinante, es atractivo, es emocionante, es…ay no sé, es genial, muy de road movie. Sí sí, lo que quieras. PERO, eso no eres capaz de verlo cuando estás en la travesía. De ser así es que tú eres un farsante en el reino de las dunas o es que estás confundiendo el desierto con Maspalomas.

Las travesías por el desierto no son cosa de dos días, jamás. El suelo no es todo lo sólido que podría ser y correr implica un sobreesfuerzo imposible siendo realistas. Cuando te das cuenta de que estás en el desierto, no gritas, no lloras, no riegas, no avisas, no quemas, no atiendes, no explicas, y como todo el mundo sabe, no predicas. Cuanto mucho esperas que llegue la noche para darte un respiro, y entonces avanzas, poco a poco. Es muy importante hacerlo a un ritmo constante y pausado. A ese punto muerto en el que el cuerpo avanza casi por reflejo, a lo más primario, a lo más instintivo, a lo que resiste por narices, si pretendes volver a las estepas, los llanos, los bosques, los montes, los pueblos y las ciudades.

Si se me permite dar un consejo, y claro que se me permite que para eso estoy en mi blog (cómo me gusta repetirlo), no tiene mucho sentido secar más tiempo del necesario –que ya hemos dicho que en el desierto se hace laaargo- rebozándote en la arena mientras piensas en cómo llegaste a este lugar. Fueron los vientos alisios, la luna, las atracciones desconocidas. Son cosas que pasan. Pasan sin que quieras que partan, o esperas que pasen y sin embargo se quedan. No es muy original, pero supongo que es la razón más universal para que nos partan la brújula en mil pedazos.

Creo que la diferencia principal es que en los pozos te meten: los otros, el mundo, el destino, la mala suerte, las hadas crueles y envidiosas. En los desiertos te metes, por eso vagas en penitencia.

Yo de vías dolorosas sé un par de cosas. Sé que en el caso, y por lo general, no son dignas de tal calvario y sé que puedo decir muchas cosas que ya no me apetecen y puedo estar agradecida por otras. Dejando las balanzas de lado, no le recomiendo a nadie las visitas al desierto, personalmente, prefiero los pueblos. Pero si estás en ello tómatelo con calma y cuando salgas, por favor, no te olvides de quitarte la arena de los zapatos.

Esa que adora caminar descalza.

viernes, 16 de noviembre de 2007

Frío Frío

Ahora que he tenido tiempo para pensarlo en frío, cómo me alegro de que haya caído la temperatura. Antes de ayer fue sin duda el día más frío de la primavera al revés. Y fue estupendo. No es que me subieran el sueldo de repente o que me hayan llamado para decirme que he ganado el concurso de cocina de El País o del Clarín con mi receta de carbonara con un chorro de mostaza, de hecho, las únicas llamadas que recibí en todo el día fueron la de mi padre para decirme que las cartas que le envié estaban bien y la de mi casera para tratar el delicado tema de “el colchón” para cuando venga mi familia, y de paso darme la chapa un rato largo porque ella es así y no lo puede remediar. Lo de ir al grano le parece una insolencia.

Fue un buen día porque hizo frío. Y esto es, oh, lo sorprendente para una joven alegre en los meses que comprenden la primavera andaluza o el verano del norte.


Por la mañana salí de casa con esas botas negras estupendas que tanto me gustan y tan cómoda me hacen pisar con fuerza allá adonde voy (tengo un amigo que solía decir que piso fuerte porque en realidad dudo mucho, pero esa es harina de otro post), con mis medias tupidas y esa falda oscura vaquera que creía jubilada hasta el invierno que viene (de aquí de allá de acullá, chi lo sa?) o hasta que mi madre la pille por banda y decida que su lugar es una bolsa de basura, como ya hizo con el 75% de mi ropa aprovechando la feliz excusa de la maleta. En su defensa añado que ahora se dedica a enviarme la ropa que ella, previamente y a su gusto, selecciona para mí en las Iberias cada vez que alguien hace el favor de venir de visita: vestidos, vaqueros pitillo, ceñidos, de talle alto, zapatitos de taconcito…¿he dicho “en su defensa”?, sólo me faltan unos lacitos y ser de papel para convertirme en la Mariquita que soñaba con parir cuando lucía trenzas.


Salí a la calle con esa temperatura exacta que te deja la piel de gallina y te tensa los músculos sin obligarte a tiritar. Hacía sol y la sensación era tan agradable como salir del mar cantábrico, con esa impresión de estar prieta en cuestión de segundos, y tumbarte sobre la calidez de la toalla a lucir tu sensorialmente lipoesculturada figura (o eso es lo que tú te crees).

La comida me sentó bien al fin, no se me hincharon las piernas en todo el día y el sopor de la vuelta al trabajo en horas de digestión no fue tan duro como el día anterior, cuando hacía calor, humedad y hasta los no fumadores preferían cenar en las terrazas de las calles rotas de Palermo Hollywood. Los veía mientras volvía a casa, con mi iPod (formo parte de esa legión de viandantes enfrascados en su propia banda sonora callejera desde los tiempos del Walkman, el invento de los 80 que más amor me merece), mi paso espídico y mis pensamientos de alta velocidad muy lejos de las castañas asadas.

Tampoco es que las hubiese 24 horas después cuando, con la mentalidad de paño ligero al 99% interiorizada, el frío sorprendió a la mayoría. A mí no, claro, porque estos grados en noviembre no le entran en la cabeza a una asturiana de testa dura de un mes para el otro.


Me sentí más cerca de casa, frío pero sin exagerar, como en Asturias, como en Madrid, ¿como en Málaga? Sin abrigos, ni chimeneas, ni bañeras calientes, ni pelis bajo la manta en esta ocasión. No seamos típicos. Lo que hubo fue un exceso de café en el organismo, a gustito como se sentían mis manos primero y el resto después, al contacto con el calor de la taza. Hubo alguna idea despejada. Hubo brisa en la ventana del autobús que a menudo me marea. Hubo ese pensamiento de conciencia fugaz “joder, qué bien me siento” nada más entrar en la temperatura de nuestra casa y por no tener que usar más excusa para no salir que el propio frío. Unos cuantos cigarritos de frío, que por norma general saben mejor que los de calor y una botella de Coca-Cola que aguantó, fría, sobre la mesa de la salita, las tres horas de Casino.


Con tanta cafeína conciliar el sueño llevó un poco más de lo habitual (= 0,7 segundos o cuando menos te lo esperas). Cinco minutos dentro de las frescas sábanas blancas de la cama biplaza, habitación silenciosa con ventana cerrada (¡sí!) sirvieron de antesala para horas de profundo descanso que la memoria de mi metrosesenta supo agradecer.

Son casi las 18 horas en la capital bonaerense, hace calor y una pastillita verde contra el dolor pasea por mi organismo incitando al desvarío. Qué raro que a una chica como yo, que aún está en edad de merecer Blue Joven, le empiece a gustar el frío. ¿Será que me gustan las ciudades nubladas? ¡Helado! ¿Será que me gusta estar pálida? Frío-frío. ¿Será que me encanta andar poniéndome y quitándome capas y capas de ropa? Frío-frío. ¿Será que me gusta la Coca-Cola muy fría? Templado. ¿Será que la ciudad está cada día más bonita? Caliente. ¿Será que me empiezo a sentir como en casa? Caliente-caliente.

Esa que pronto pasará las fiestas veraneando.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Otros porqués

Veo que Monzó os ha impresionado tanto que a muchos os ha dejado mudos. Y yo, que estoy de un generoso que no me reconozco, encantada os doy doble ración mientras cuezo a fuego lento al séptimo post, que es un número que me gusta mucho más (no abráis la boca para decir que no soy original). Esta vez el senderito mental os lo trazáis vosotros, que sé que además de listos, estáis todos muy vividos.

Esa que no es que no lo haya pensado, es que a menudo vuelve al punto de partida.


EL AMOR

La archivera es una mujer alta, guapa, con rasgos faciales grandes y vivos. Es inteligente, divertida y tiene lo que la gente llama carácter. El futbolista es un hombre alto, guapo, con rasgos faciales grandes y vivos. Es inteligente, divertido y tiene lo que la gente llama carácter.
La archivera trata al futbolista con desdén. Se muestra seca, displicente. De tanto en tanto, cuando él la llama (siempre es él quien la llama; ella a él no lo llama nunca), aunque no tenga nada que hacer le dice que ese día no le va bien que se vean. Da a entender que tiene otros amantes, para que el futbolista no se crea con ningún derecho. Alguna vez ha cavilado (tampoco mucho, no fuera a darse cuenta de que se equivoca) y llegado a la conclusión de que lo trata con desdén porque en el fondo lo quiere mucho y teme que, si no lo tratara con desdén, caería en la trampa y se enamoraría de él tanto como él está enamorado de ella. Cada vez que la archivera decide que se acuesten, el futbolista se pone tan contento que le cuesta creerlo y llora de alegría, como con ninguna otra mujer. ¿Por qué? No lo sabe, pero cree que el desprecio con que lo trata la archivera no lo es todo. De ninguna manera es el factor decisivo. Sabe que en el fondo ella lo quiere, y sabe que si finge dureza es para no caer en la trampa, para no enamorarse de él tanto como él está enamorado de ella.
El futbolista querría que la archivera lo tratase sin desdén o, como mínimo, con un poco menos. Porque así vería, por un lado, que esa no es la única forma de relación posible entre los dos, y por otro, que no debe tener ningún miedo de enamorarse de él. Porque él amaría la ternura de la archivera, esa ternura que ahora le da miedo mostrar.
A veces el futbolista sale con otras mujeres. Porque le parece que ha llegado al límite, porque decide que ya no soporta más que lo trate como un jarro, que casi no lo mire, que lo utilice de cepillo y después lo ignore.
Pero siempre vuelve. No es que las otras no le interesen lo suficiente. Todo lo contrario: son muchachas espléndidas, inteligentes, guapas y consideradas. Pero ninguna le da el placer que le da ella.
Un día (mientras la archivera fuma y lo mira desvestirse) el futbolista se decide y le habla. Le dice que no debería ser tan terca, tan huraña, que él la quiere tanto que no debe tener miedo de mostrarse tal como es. Que no se aprovecharía de ninguna debilidad de ella. Que si fuese tierna (y él sabe que lo es, y que finge no serlo) la querría aún más. Airada, le dice que quién se ha creído que es para decirle lo que tiene que hacer y lo que no; le dice que se siente y lo abofetea. Esa tarde, el futbolista disfruta más que nunca.
Pero, otro día que se ven, inopinadamente ella no es tan malcarada como de costumbre. El futbolista se sorprende. A lo mejor lo ha pensado y, sin decirle nada, empieza a hacerle caso. Al día siguiente es incluso tierna. El futbolista se alegra mucho. Por fin ha entendido que no tenía por qué tener miedo. Que mostrarse tal como es no va a reportarle ningún mal. Están en la cama. El futbolista está tan emocionado que se conmueve con cada gesto, con cada caricia. En cada mimo encuentra un placer especial. Es tal la ternura que ni tiene ganas de follar: le basta con abrazarse y decirse que se quieren (ahora, ella se lo dice a cada momento).
La archivera no vuelve a tratarlo con desprecio nunca más. Está tan enamorada del futbolista que se lo dice por la mañana, por la tarde, por la noche. Le regala camisas, libros. Se le entrega siempre que él quiere. Es ella quien lo llama, cada vez más, para que se vean todos los días. Y una noche le propone que se vayan a vivir juntos.
El futbolista la observa fríamente, con la mirada vidriosa. Hasta no hace mucho, hubiera dado el brazo derecho porque le propusiese lo que acaba de proponerle.

QUIM MONZÓ
El porqué de las cosas

lunes, 12 de noviembre de 2007

El porqué de las cosas

Hoy es domingo por la tarde y puede ser un gran momento para, con la excusa, ponerse de lo más trascendente, profundo, sensible, ridículo o apocalíptico. Procuro bordear estos límites colando mi opinión disfrazada de recomendación. Si no lo has hecho aún, ya vas teniendo edad para leer a Quim Monzó.

¿Que por qué? A decir verdad no sé mucho más de la vida de este señor que lo que puedes encontrar en wikipedia, tampoco hace mucho que lo descubrí (de hecho, es de lo último que ha pasado por mis manos) pero sé que lo recordaré como una lectura amena y dolorosa. Como podréis comprobar los curiosos que pinchéis aquí, se le acusa, ilustrado con ejemplos, de mediocre y plagiador. No seré yo la que se moje el culo para defender lo contrario, pero sí que he mantenido, mantengo y mantendré (al estilo de Zapatero) que eso de mezclar ameno con doloroso no es guisa de menú de 10 pesos.

Antes de dar paso al ejemplo que he seleccionado para sostener lo que escribo, diré mi porqué, que para eso estoy en mi blog y me meto a conciencia en terreno pantanoso.

Y es que la sumisión me hace sufrir. Pero no me hace sufrir al uso. Cuando leo estas líneas, no pienso “oh pobrecita, hay que ver lo poquito que se quiere”. Vale sí, sí que lo pienso en un primer momento, pero voy hilando éste con otros pensamientos laterales que en mi cerebro trazan un camino parecido a esto: Esta chica no se quiere. Dónde queda lo que ella espera de los demás. Si en verdad quiere a un hombre fuerte a su lado no será cierto que querrá hacer de él un sumiso. ¿Y si esto no es más que un autoengaño para dejarse tratar así?. Porque quizá lo único que ella piensa que puede dar es su abandono. Entonces, claro, si ella sólo tiene que preocuparse por lo que al otro le puede venir bien no tiene porqué pensar en lo que ella necesita. Si ella no necesita nada, no tiene nada que exigir. Si no exige no se moja, si no se moja no es vulnerable. Venga anda tía, si tienes la capacidad de conformarte es que tú controlas mucho y lo que me das es miedo. Me caes mal. Si algún día esperases querer a alguien, o que te quieran, no estarías hilando fino una telaraña de guerra de egos, de autoafirmaciones y de tan pocos escrúpulos. Quiero creer que, si te importase un poquito el amor del otro perderías los papeles, perderías la cabeza llegados a este enredo, y llegaría un momento en el que dirías: "tu oferta me puede parecer muy tentadora pero no es suficiente para alguien que tiene corazón".

Y entonces muchos te dirían que metas la cabeza, que relativices, que racionalices, que te comportes y que blablablá. Y sería entonces cuando yo, empezaría a creer en tu historia.


LA SUMISIÓN

La mujer que ahora está tomando un helado de vainilla en la primera mesa de este café lo ha tenido siempre muy claro. Busca (y buscará hasta que lo encuentre) lo que ella llama un hombre de verdad, que esté por la labor, que no pierda el tiempo en detalles galantes, en gentilezas inútiles. Quiere un hombre que no preste atención a lo que ella pueda contarle, pongamos, en la mesa, mientras comen. No soporta a los hombres que intentan hacerse los comprensivos y, con cara de angelitos, le dicen que quieren compartir los problemas de ella. Quiere un hombre que no se preocupe por los sentimientos que ella pueda tener. Desde púber huyó de los pipiolos que se pasan el día hablándole de amor. ¡De amor! Quiere un hombre que nunca hable de amor, que no le diga nunca que la quiere. Le resulta ridículo, un hombre con los ojos enamorados y diciéndole: "Te quiero". Ya se lo dirá ella (y se lo dirá a menudo, porque lo querrá de veras), y cuando se lo haya dicho recibirá complacida la mirada de compasión que él le dirigirá. Ésa es la clase de hombre que quiere. Un hombre que en la cama la use como le apetezca, sin preocuparse por lo que le apetezca a ella, porque el placer de ella será el que él obtenga. Nada la saca más de quicio que uno de esos hombres que, en un momento u otro de la cópula, se interesan por si ha llegado o no al orgasmo. Eso sí: tiene que ser un hombre inteligente, que tenga éxito y con una vida propia e intensa. Que no esté pendiente de ella. Que viaje, y que (no hace falta que lo haga muy a escondidas) tenga otras mujeres además de ella. A ella no le importa, porque ese hombre sabrá que, con una simple silbido, siempre la tendrá a sus pies para lo que quiera mandar. Porque quiere que la mande. Quiere un hombre que la meta en cintura, que la domine. Que (cuando le dé la gana) la manosee sin miramientos delante de todo el mundo. Y que, si por esas cosas de la vida ella tiene un acceso de pudor, le estampe una bofetada sin pensar si los están mirando o no. Quiere que también le pegue en casa, en parte porque le gusta (disfruta como una loca cuando le pegan) y en parte porque está convencida de que con toda esta oferta no podrá prescindir jamás de ella.

QUIM MONZÓ
El porqué de las cosas

martes, 6 de noviembre de 2007

El Barón Munchausen

Hoy recurro a un clásico de primera fila de los blogs y los bloggers: los recuerdos de la infancia. Empezaré por aclarar que yo también tuve una, y que (me) da para mucho. Os vais a enterar.

Normalmente la recuerdo como algo grato, sin grandes traumas ni paranoias, a pesar de las bombas, la vertiente tailandesa de mi educación temprana y de mis variopintos y plurilingües (cada uno hablaba lo que podía) pequeños compañeros del jardín de infancia del Hispanoárabe. Todos estos datos, por supuesto, no tienen ninguna utilidad para el tema que pretendo abordar en este post, es sólo que considero, pueden sumar enteros en mi aspirada condición de ciberdiva que, según me cuentan, es lo que vende ahora.


Descubrí Las aventuras del Barón Munchausen en la mejor compañía que se puede tener hasta los 10 años: los primos. Los míos, dos buenos mozos de mi generación paridos, criados y bien crecidos en la cuenca minera, compartían sus veranos con los nuestros. Otro clásico de bandera, en esta ocasión de las familias. Todos juntos a Mallorca. Veranos a lo gitanurcio en el Ford Fiesta segunda mano (10 años antes ya era segunda mano) con el calor, la abuela, la nevera, los tíos, los padres, las palas, la hermana, los primos, los cómics, la merienda, la sombrilla, la muda, y luego la ducha, la crema, el helado italiano de abajo, la cena y la peli. A ver, menos lo de la ducha, la arena en el coche to’s apretaos y la crema, todo el plan era un sueño. Los días que tocaba parque acuático ya ni os cuento.

Sin embargo en la noche, ya entonces, percibía la Esaque sin dientes un valor añadido. Era la hora en la que nosotros, y sólo nosotros, mandábamos en la casa. Los padres en la cena de turno, la hermana en la cuna y la abuela en la cama de la mano de La hora bruja, hacían posible el monopolio de los primos mayores.

Para esa hora el episodio del cotidiano conflicto en el videoclub había pasado página, y las 3 vertientes que pujaban por ser la elegida, guerra, comedia y amor, habían quedado saldadas. Normalmente vencíamos primo2 y yo, que uníamos nuestras fuerzas entorno a la comedia o la aventura para aplacar las bombas con las que primo1 prometía amargarnos las horas de dominio infante. Claro, es que él fue el primero en empezar a ser púber y a burlarse de nuestros juegos y nuestros gustos.

Me vienen a la cabeza tres títulos en los que la unanimidad no solía fallar en esos momentos delicados de imprudencia absoluta ante las explosivas muestras anímicas: Golpe en la pequeña China, La princesa prometida y Las aventuras del Barón Munchausen.

Lo preocupante no es nada de eso. Lo que de verdad me tiene trastornada es la indiferencia con la que el tiempo ha ido borrando el recuerdo de Munchausen de las memorias colectivas. ¡¿Quién es el culpable?!: ¿TVE?, ¿las críticas?, ¿Los Goonies?, ¿Lost in la Mancha? ¡Santo Dios, que alguien me lo explique!

De verdad, me voy a poner seria. Si en algo ha sido generosa -y maldita- la naturaleza conmigo es con la memoria. Si hay algo que tiene la capacidad de sorprenderme, es encontrarme con alguien capaz de recordar una anécdota que yo haya olvidado. No me suele pasar, y no siempre creo que sea una virtud. No os preocupéis, mi instinto de supervivencia me ha hecho aprender a vivir con ello.

Y este es el comienzo del párrafo en el que por fin llegamos al presente. El presente que antes de ayer me trajo el pasado a través de la televisión por cable. Está claro que la televisión es al pasado lo que Internet al futuro. Y ahí estaba el barón, haciéndose joven y viejo según su estado de ánimo, con Sarah Polley, con Uma Thurman, con Robin Williams y con sus amigos, la panda de frikis añejos y heroicos que soplaban, corrían, apuntaban y dejaban en bragas al Sultán.

He aprovechado los ratos que he podido para buscar una pomada de acción rápida que dé sosiego a esta duda que tanto me perturba, a esta sensación de estar en un mundo injusto en el que los adultos se olvidan del barón y elevan a la categoría de obra maestra el tostonazo de El baile de los vampiros. En esta búsqueda, chorradas he leído unas cuantas, hasta que no he aguantado más.

Si has llegado hasta aquí, toca tragarse mi parecer: No me importa cuánto costó hacer esta película, no me interesa en lo más mínimo si recaudó 4 ó 40 millones en taquilla o si es una obra menor, mediana o mayor de Terry Gilliam. Si algún trabajador de la televisión con posibles lee esto algún día, o si tenéis algún amigo que pueda mover los hilos, hacedle saber que yo tenía 6 ó 7 años la primera vez que el barón me contó su historia, y que en las escenas imborrables que han resistido al tiempo de silencio e indiferencia (mezcladas, por cierto, con el archivo de Cyrano de Bergerac y sin tener ya muy claro si habían sido sólo un sueño), los bordes del televisor no existían.

No voy a decir más porque noto que me está invadiendo esa apatía que uno siente cuando tiene la impresión de estar exponiendo algo que es evidente. Aunque la realidad te estampe en la cara que Munchausen se asocia antes a un síndrome que al personaje que le presta su nombre. Lo dicho, una injusticia mogollón de fuerte.

Vosotros, ¿qué pensáis? Expresad vuestros pareceres, total, si no me gustan los censuro y listo.

Esa que se frustra con estas cosas.

lunes, 5 de noviembre de 2007

Diario de a bordo para espíritus maternales

A estas horas tengo frío pero no se puede decir que naveguemos con mal tiempo. La cuestión es que en la agencia les gusta poner el aire a to meter para que las ideas se mantengan frescas, debe ser. Afuera, sin embargo, el día está soleado con una estupenda sensación térmica de 25º y una humedad del 43. La intención es que esto de “del 43” suene a mucho, cuando lo cierto es que en los litorales en los que estamos no ha hecho más que empezar.

Haciendo gala de mi savoir faire en espíritus domigueros, el sábado por la tarde aproveché para hincharme a empanadas, café y sobremesa tamaño imperial y después comprarme un par de remeras en el mercadillo de Plaza Serrano en Palermo Soho. Tan chic como suena, pero menos de lo que imaginas. Visto lo visto con estos mismos ojos y distinta divisa en el bolsillo, esto viene a ser el embrión de lo que en el mercadillo de Fuencarral encuentras por 25 euros. Divídelo entre 4 y estás en (la) Argentina.

Llegado el domingo saqué a pasear la primera de mis adquisiciones y hoy, 100% de lunes, estreno la segunda. Mal hecho, el entretiempo, la semana y los estrenos van a acabar conmigo. Y es que, cualquiera que me conozca un poco sabrá o podrá suponer (si no lo ha hecho antes que trate de imaginarlo ahora) que entre las múltiples actividades estériles en las que, con tanta facilidad, soy capaz de permitir que se me escurra el tiempo como el agua entre los dedos, no está la de quedarme quieta frente al armario. Que no digo que sea ésta actividad inservible en el caso de unos cuantos, sólo que yo no la hice mía hasta que no puse esta vida del revés. Lo sé, es increíble pero es verdad, os lo juro, mi estilo y mi gracejo eran espontáneos. Ahora no soy más que una esclava apoyada sobre las puertas del placard condenada a adivinar los caprichos de un clima difícil. Y sufro por ello. Y peor aún, me enfermo. Y el hecho que aumenta su dramatismo hasta el infinito es que entro en una espiral de continua recaída.

No quiero cantar victoria aún pero para que esas amistades con complejo de madres o hermanas mayores puedan respirar aliviadas parece que, misteriosamente, el resfriado remite al fin. Por lo demás, me bebo mi zumo de naranja natural recién exprimido cada mañana, apago bien el gas y cierro con llave en cuanto llego a casa.

Anoche jugué al Trivial con amigos gallegos residentes en Río. Todas las preguntas que tenían que ver con Argentina no valían (vamos bien). De madrugada partieron y después soñé con China. Fue horrible, no vayáis.

Esa que se introduce en el arte del chamulleo.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Feliz Día de Muertos

Siento una atracción casi innata por la muerte. Me fascina, en serio, en el más estricto sentido del término. No, no hago rituales extraños, ni voy vestida de negro (no a todas horas), ni contemplo la muerte como una solución a nada que no esté estrechamente relacionado con un dolor físico agudo e irreversible. Es solo que me cabrea que sea un tema tabú. ¿Es delicado? Sí, claro que lo es, pero también hay momentos, o debería de haberlos, para hablar de aquello que obliga a las palabras a caminar sobre la cuerda floja, ¿o no? Si sólo nos limitamos a tratar con naturalidad lo que no va más allá de las fiestas, los trapos, las birras, las risas, los cuerpos que se mantienen secos, los cotilleos, los triunfos y la política (es verdad es verdad, esa política elevada al grado de equipo de fúmbol) al final todo son rollos, cosas, movidas, marrones, temazos y sobremesas sin migas ni tintorro en el mantel.

No me voy a detener mucho en aclarar que benditos sean los colegotas, Inditex, las personas que saben agitar las caderas o aquellas que se mueven entre el neón con una naturalidad tan familiar que su compañía frente a una barra es bien capaz de hacerte sentir más tú mismo que algún amigo de la infancia.

En México, que por otro lado es país de frustraciones calladas, dado como es a hacer invisible lo que no es placentero, bello o deseable, el 1 de noviembre o Día de Muertos es una fecha genial. Tal cual, me quito el sombrero de charra de corazón para elevar mis plegarias a la red y hacer manifiesto mi deseo de que ojalá todo el mundo girase la nuca hacia la tierra azteca para tomar ejemplo en esto. Luego está España, que me trae al recuerdo Días de Todos los Santos (¿de qué santos?) de piel mojada, de paraguas negros, de cementerios grises incluso para ser cementerios, de personas de ojos secos que aún pestañean. Y claro, me quiero morir. O lo que es peor, no me quiero morir. Me aterra la idea. Porque la muerte, además de ser la putada que es, se desvanece entre tanta tristeza con miedo a la nostalgia. No me resulta ni siquiera poética, como me parece la de los altares fosforitos, con gente alrededor brindando por los que no están al sabor de un tequila que otros disfrutaron y de esos platos por los que en vida hubieran matado. Así, hala, en pelotón, haciendo mucho ruido y riéndose y suspirando antes de pegarle el siguiente trago al fondo del caballito. ¿Y si hay que llorar? No pasa nada, que nadie se despegue del altar, que nadie se vaya a casa a hacerlo en soledad, ¿habrá lágrimas más justificadas que esas? Y si en verdad nos pudiesen ver, ¿qué preferirían aquellos?

Hay que ver, he sacado el mariachi a pasear. Bien, de Argentina os hablo el año que viene, por ahora estoy en el trabajo y me da la impresión de que la indiferencia es absoluta.

Ya sabéis, para mí, un “Buenas noches calabaza” va más que bien. Ah, y hacedme el favor de ser puntuales con las ánimas. Recuerda que algún día tú también lo serás. (aquí la sonrisa malévola)

Esa que enciende una vela.

Buzzear (ES)