Ha vuelto el calor. Hoy uso las primeras sandalias de esta temporada otoño/invierno en cristiano, primavera/verano en austral. Hecha esta aportación, no pienso hablar más del clima, porque en verdad hablar del clima es hablar de nada, es rellenar huecos que en el mejor de los casos tienen por intención las ganas de romper un silencio incómodo y, quizá, llegar a una conversación más profunda o que interese de verdad. A nadie le interesa el clima.
Sus efectos, sin embargo, a unos cuantos me creo que les importa. No os asustéis, que aunque aún me mueva en esta línea de estrecha corrección política, no voy a discurrir sobre el frondoso sendero de la ecología ni sobre el cuidado de los desiertos y su importancia en el ecosistema. Nos estamos conociendo, ¿no? Sin duda mis convenciones sociales y el peso de mi educación, en un momento dado, pueden producir en mí este tipo de conductas ‘bienquedas’ pero no hasta este nivel de perogrulladas. Qué bonito y qué bueno es ser ecologista, el mensaje es cristalino. A ver quién es el guapo que no está de acuerdo. ¡Lo está hasta el Papa! Aquí tampoco hay mucho más que añadir.
Este calor lo que hace es recordarme que ayer Eseque le dijo a Esaque que está cansado de los desiertos. No fue nada romántico. Se lo dijo por Messenger en un momento de cabreo, no con ella, con otros. A Esaque le gustó la expresión. En el contexto de la conversación no tuvo problema en entender el significado que tenía para él aunque sospechaba que aplicado a ella tenía otro. De pronto se vio a sí misma, pequeña desde el bautismo, en medio de un desierto inmenso. Le hizo gracia haber usado tantas veces la expresión “estar amurallado”. Las barreras le hacen gracia ahora. Todos saben que las muros, al fin y al cabo, están para superarse, romperse, saltarse, derrumbarse y lo que quieras o consigas. ¿Pero el desierto? El desierto sí que da pánico. El desierto es el Iron Man de las pruebas de resistencia de la vida. Cuando sientes que ni palante ni patrás, ni parriba siquiera.
Hace años hice un viaje de México a Madrid. Los que me conocen por dentro, saben que, sorprendida, aterricé en el desierto. Yo sabía que esos lugares existían porque me habían hablado de ellos, los había visto en algunas revistas e incluso había leído que forman un porcentaje considerable de la superficie terrestre y que se expanden y se encogen según el clima. Todo eso sabía, ya ves, ilusa de mí, no sabía nada.
Los desiertos no son como los agujeros o los pozos, que tocas fondo y listo. Qué va. A los desiertos te llevan de madrugada, medio inconsciente, en dromedario. Cuando, sin venir a cuento, se juntan estas hambres de exotismo con las comidas de tarro a destiempo: bienvenido al desierto.
En el desierto todos sabemos que no hay caminos, ninguno está trazado. Si acaso hay huellas y, con suerte, espejismos que mientras duran y no te das cuenta puede que estén bien (no seas mentiroso, si te das cuenta no es lo mismo, es como continuar un sueño cuando ya eres consciente aunque sigas con los ojos cerrados).
A veces lo de no tener caminos en la vida nos parece fascinante, es atractivo, es emocionante, es…ay no sé, es genial, muy de road movie. Sí sí, lo que quieras. PERO, eso no eres capaz de verlo cuando estás en la travesía. De ser así es que tú eres un farsante en el reino de las dunas o es que estás confundiendo el desierto con Maspalomas.
Las travesías por el desierto no son cosa de dos días, jamás. El suelo no es todo lo sólido que podría ser y correr implica un sobreesfuerzo imposible siendo realistas. Cuando te das cuenta de que estás en el desierto, no gritas, no lloras, no riegas, no avisas, no quemas, no atiendes, no explicas, y como todo el mundo sabe, no predicas. Cuanto mucho esperas que llegue la noche para darte un respiro, y entonces avanzas, poco a poco. Es muy importante hacerlo a un ritmo constante y pausado. A ese punto muerto en el que el cuerpo avanza casi por reflejo, a lo más primario, a lo más instintivo, a lo que resiste por narices, si pretendes volver a las estepas, los llanos, los bosques, los montes, los pueblos y las ciudades.
Si se me permite dar un consejo, y claro que se me permite que para eso estoy en mi blog (cómo me gusta repetirlo), no tiene mucho sentido secar más tiempo del necesario –que ya hemos dicho que en el desierto se hace laaargo- rebozándote en la arena mientras piensas en cómo llegaste a este lugar. Fueron los vientos alisios, la luna, las atracciones desconocidas. Son cosas que pasan. Pasan sin que quieras que partan, o esperas que pasen y sin embargo se quedan. No es muy original, pero supongo que es la razón más universal para que nos partan la brújula en mil pedazos.
Creo que la diferencia principal es que en los pozos te meten: los otros, el mundo, el destino, la mala suerte, las hadas crueles y envidiosas. En los desiertos te metes, por eso vagas en penitencia.
Yo de vías dolorosas sé un par de cosas. Sé que en el caso, y por lo general, no son dignas de tal calvario y sé que puedo decir muchas cosas que ya no me apetecen y puedo estar agradecida por otras. Dejando las balanzas de lado, no le recomiendo a nadie las visitas al desierto, personalmente, prefiero los pueblos. Pero si estás en ello tómatelo con calma y cuando salgas, por favor, no te olvides de quitarte la arena de los zapatos.
Esa que adora caminar descalza.
Sus efectos, sin embargo, a unos cuantos me creo que les importa. No os asustéis, que aunque aún me mueva en esta línea de estrecha corrección política, no voy a discurrir sobre el frondoso sendero de la ecología ni sobre el cuidado de los desiertos y su importancia en el ecosistema. Nos estamos conociendo, ¿no? Sin duda mis convenciones sociales y el peso de mi educación, en un momento dado, pueden producir en mí este tipo de conductas ‘bienquedas’ pero no hasta este nivel de perogrulladas. Qué bonito y qué bueno es ser ecologista, el mensaje es cristalino. A ver quién es el guapo que no está de acuerdo. ¡Lo está hasta el Papa! Aquí tampoco hay mucho más que añadir.
Este calor lo que hace es recordarme que ayer Eseque le dijo a Esaque que está cansado de los desiertos. No fue nada romántico. Se lo dijo por Messenger en un momento de cabreo, no con ella, con otros. A Esaque le gustó la expresión. En el contexto de la conversación no tuvo problema en entender el significado que tenía para él aunque sospechaba que aplicado a ella tenía otro. De pronto se vio a sí misma, pequeña desde el bautismo, en medio de un desierto inmenso. Le hizo gracia haber usado tantas veces la expresión “estar amurallado”. Las barreras le hacen gracia ahora. Todos saben que las muros, al fin y al cabo, están para superarse, romperse, saltarse, derrumbarse y lo que quieras o consigas. ¿Pero el desierto? El desierto sí que da pánico. El desierto es el Iron Man de las pruebas de resistencia de la vida. Cuando sientes que ni palante ni patrás, ni parriba siquiera.
Hace años hice un viaje de México a Madrid. Los que me conocen por dentro, saben que, sorprendida, aterricé en el desierto. Yo sabía que esos lugares existían porque me habían hablado de ellos, los había visto en algunas revistas e incluso había leído que forman un porcentaje considerable de la superficie terrestre y que se expanden y se encogen según el clima. Todo eso sabía, ya ves, ilusa de mí, no sabía nada.
Los desiertos no son como los agujeros o los pozos, que tocas fondo y listo. Qué va. A los desiertos te llevan de madrugada, medio inconsciente, en dromedario. Cuando, sin venir a cuento, se juntan estas hambres de exotismo con las comidas de tarro a destiempo: bienvenido al desierto.
En el desierto todos sabemos que no hay caminos, ninguno está trazado. Si acaso hay huellas y, con suerte, espejismos que mientras duran y no te das cuenta puede que estén bien (no seas mentiroso, si te das cuenta no es lo mismo, es como continuar un sueño cuando ya eres consciente aunque sigas con los ojos cerrados).
A veces lo de no tener caminos en la vida nos parece fascinante, es atractivo, es emocionante, es…ay no sé, es genial, muy de road movie. Sí sí, lo que quieras. PERO, eso no eres capaz de verlo cuando estás en la travesía. De ser así es que tú eres un farsante en el reino de las dunas o es que estás confundiendo el desierto con Maspalomas.
Las travesías por el desierto no son cosa de dos días, jamás. El suelo no es todo lo sólido que podría ser y correr implica un sobreesfuerzo imposible siendo realistas. Cuando te das cuenta de que estás en el desierto, no gritas, no lloras, no riegas, no avisas, no quemas, no atiendes, no explicas, y como todo el mundo sabe, no predicas. Cuanto mucho esperas que llegue la noche para darte un respiro, y entonces avanzas, poco a poco. Es muy importante hacerlo a un ritmo constante y pausado. A ese punto muerto en el que el cuerpo avanza casi por reflejo, a lo más primario, a lo más instintivo, a lo que resiste por narices, si pretendes volver a las estepas, los llanos, los bosques, los montes, los pueblos y las ciudades.
Si se me permite dar un consejo, y claro que se me permite que para eso estoy en mi blog (cómo me gusta repetirlo), no tiene mucho sentido secar más tiempo del necesario –que ya hemos dicho que en el desierto se hace laaargo- rebozándote en la arena mientras piensas en cómo llegaste a este lugar. Fueron los vientos alisios, la luna, las atracciones desconocidas. Son cosas que pasan. Pasan sin que quieras que partan, o esperas que pasen y sin embargo se quedan. No es muy original, pero supongo que es la razón más universal para que nos partan la brújula en mil pedazos.
Creo que la diferencia principal es que en los pozos te meten: los otros, el mundo, el destino, la mala suerte, las hadas crueles y envidiosas. En los desiertos te metes, por eso vagas en penitencia.
Yo de vías dolorosas sé un par de cosas. Sé que en el caso, y por lo general, no son dignas de tal calvario y sé que puedo decir muchas cosas que ya no me apetecen y puedo estar agradecida por otras. Dejando las balanzas de lado, no le recomiendo a nadie las visitas al desierto, personalmente, prefiero los pueblos. Pero si estás en ello tómatelo con calma y cuando salgas, por favor, no te olvides de quitarte la arena de los zapatos.
Esa que adora caminar descalza.