
Antes de entrar en materia con los Poetas Malditos y, en concreto, con su papi Charles, digo 4 cosas sobre la Crisis Fin de Siglo por aquello de que con tanta Britney, tanto Oscar, tanta ETA, música electrónica, Gallardón, Barça y Monarquía, igual así en frío, no sé, como que cuesta llevar la cabeza a donde nos remonta el tema.
Resulta que entre 1870 y 1900 la gente estaba fatal, todos en crisis. En estos 30 años surgen muchísimos cambios: que si aparece el partido socialista, que si los sindicatos, que si hala venga sufragio para todos (incluidas las mujeres, imaginaos), que si se crea el automóvil, para rematar el Affaire Dreyfus…Un desmadre vaya, una pérdida de valores que hace que el modo de vida cambie en lo que viene siendo la historia de la noche a la mañana y ¿qué pasa? pues que toma espíritu Fin de Siglo y que todos a dar la espalda a la razón que es lo que se pone de moda. Había tomate.
Del Naturalismo, el realismo a lo bestia, se pasa al Vitalismo, bonito palabro acuñado por un hombre llamado Bergson que es el primero en darse cuenta de que no todo se puede medir por la razón. Ya ves, pues esto, eh, una señora revolución.
Citando a Bergson, que menuda alma de poeta tenía el hombre “existen vastas provincias en la realidad que no se pueden explicar ni por la razón ni por la ciencia”. Una es el alma y otra es la vida misma. Uf.
El caso es que con todo este pollo, y para no hacerlo más largo, la Crisis Fin de Siglo supone decir adiós a la razón.
Ya en el S XIX hay autores que se adelantan a esta crisis. Esos típicos chuletas que disfrutan yendo de atormentados y rebuscados y que, como se lo olían dijeron “ah que hay que ir de pesimistas, pues nosotros los que más”. Por supuesto, entre ellos no podían faltar los Poetas Malditos. Que por cierto, hay que ser fantasma un rato largo para autodenominarse así. De todas formas a Verlaine ya lo pondremos en su sitio cuando le llegue el turno.
Charles Baudelaire nace en 1821 en el seno de una familia con padre fallecido casi antes de que el chaval tuviese memoria y criado bajo las órdenes de su entrañable padrastro, el comandante Aupick, que como quiere para él una educación en condiciones: estricta, cerrada y bien llenita de injusticia, lo manda de internado en internado. De esos carcelarios que no se parecen en nada a los que iba mi hermana los veranos “castigada” al Pirineo Leridano, que quede claro.
A los 18 años Bau decide estudiar Derecho y es entonces cuando todo se tuerce sin retorno. Se hace bohemio, mujeriego, putero, morfinómano y en sus ratos libres colabora con alguna revista.
Su prostituta favorita, la Bizquita (o Sarah) lo contagia de sífilis. Así que a todo lo anterior, sumo y sigo.
Por supuesto, a un dandi como Charles no podían faltarle los romances poco higiénicos. El gran amor de su vida era una actriz mulata llamada Jean, apellidada Duval –como Norma, lo mismo-. Como no iba a tener sólo uno, también está Marie Daubrun a quien tiene el detalle de dedicarle su primera y única novela, La Fanfarlo. Y en el papel de amor platónico encontramos a la Sabatier, señora Sabartier. Señora de otro, por si hay que aclararlo.
Preocupado por el condenado hijastro que le tocó en desgracia, el comandante Aupick lo manda a la India con la excusa de meterlo en vereda y, es fácil presuponer, las ganas de perderlo de vista. Desconozco cómo pretendía llevar a caso el plan inicial y cómo pudo Baudelaire hacer escala permanente en Isla Mauricio. Porque pudo. Y vaya si pudo. En lugar de atracar en la India se quedó por ahí la mar de bien experimentando hasta con las hojas de los árboles. Y cuando quedó la isla calva, la abandonó. Con tanta suerte que, al cumplir los 21 y de vuelta a una ciudad civilizada como el París de los 40, Baudelaire recibió lo que su padre le había dejado en heredad y entonces sí que ancha es Bayona.
Como señal de agradecimiento, Bau participó activamente en la Revolución del 48 y pidió a gritos por las calles la muerte de su padrastro el de apellido simpaticón. Y es en esa época, entre follón y estridencia, cuando conoce a Paulet-Malassis, el editor de su obra más reconocida, Las flores del mal.
Ya os podéis imaginar la acogida. De obscena, monstruosa, escandalosa y antirreligiosa no había quien la bajara. Y eso que Bau, antes de que viese la luz, amenazaba con titularla Las lesbianas. Jelou, en 1857, cuando tal vez hacía 2 días que existían los armarios.
Baudelaire tuvo que pagar 300 francos y censurar 6 poemas. En 1861 saca una segunda edición sin los 6 poemas pero pero pero, añade 30 más. Él es así.
Y ahora ésta, aún a riesgo de que las buenas palabras no mantengan la audiencia, se siente en deuda si no se guarda las mejores críticas para el final. Y es que este rebelde, provocador y malditodesgraciado -para más de la mitad de los que lo conocieron-, que era Charles Baudelaire, fue sobre todo el padrino y el gran maestro de una poesía a base de sugerencias, comprometida con una realidad que le angustiaba. Más allá del contexto histórico o de la crisis de su presente, la realidad en sí misma era sobrado motivo de desasosiego para el prodigioso artesano de las palabras que, por encima de todo lo demás, fue el padre de los Poetas Malditos, de los Simbolistas y de los Decadentes de finales del SXIX.
La importancia de la belleza y el empeño de mostrar que hasta en el mundo del dolor hay cosas buenas, llevó a Baudelaire a ser el máximo exponente del valor metafísico de la poesía. Por eso, su muerte tiene lugar en un triste día, de un oscuro mes, de un año cualquiera, y en unas penosas circunstancias que, a opinión de la que relata, poco tienen de importante en aquellos que, como él, no escatimaron a la hora de empeñar una vida a cambio de una leyenda.